Por: Esneyder Vallejo Cano Docente de Cátedra Facultad de Ciencias Sociales y Humanas
En 1984, la fenomenal distopía literaria de George Orwell, la posibilidad de no ser vigilado por el Gran Hermano, ese panóptico cuya presencia es siniestra gracias a su aparente inexistencia material, es nula. Eric Arthur Blair, nombre de pila de G. Orwell, se imaginó una sociedad, terrible, en la que nadie puede escapar de la mirada inagotable de las telepantallas, esos dispositivos electrónicos que más que vigilar fisgonean y que al mismo tiempo sirven para dar instrucciones a los habitantes de “Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera de las provincias más pobladas de Oceanía”. “Attention! Your attention, please!” dice la voz, tal vez metálica y fría, que surge de estos aparatos. Pero, lo que posiblemente quedó por fuera, incluso, de la posibilidad de ser, aunque fuera remotamente imaginado por el escritor británico es el hecho de que esa ficción habría de acercarse mucho a la realidad no tantos años después.
Afirmar que “1984 no sólo ha envejecido bien, sino que sirve como manual de instrucciones para explicar los engranajes actuales del populismo, las redes sociales, el nacionalismo rancio y la precariedad social e intelectual” como lo hizo un columnista cuyo nombre aquí no importa en El País de España hace un par de años; más que un acierto es una exageración. 1984 es un ejemplo de la ficción superada por la realidad, por eso decir que los dispositivos electrónicos de la actualidad y las redes sociales de hoy representan esas pantallas que vigilaban a Winston Smith, no es más que una caída en picada en lugares comunes que se repiten ad nauseam vía internet. En realidad, los referentes de esas pantallas somos nosotros que nos paramos a mirar por la ventana abierta del vecino. Habitamos la intimidad del otro: #tbt, #me, #selfie, #family, #picoftheday, #vacaciones. Las etiquetas (hashtags) son al mismo tiempo la patente de corso que nos habilita y las llaves de esas ventanas que mucha gente quiere abrir para fisgonear, como en 1984, en la vida in illo tempore privada, del prójimo.
Cuenta Fernando Vallejo en Los días azules que lo que se usaba hace unas décadas, al menos en Antioquia, era ‘ofrecer’ los recién nacidos a los vecinos; es decir, cada que nacía un nuevo integrante en la familia este se anunciaba más o menos así: “Que mi mamá le manda ofrecer una niña”. Otra práctica que también hacía parte de la tradición era compartir, seguramente con los mismos vecinos a los que se les ofrecían los bebés, y especialmente en Navidad, las comidas tradicionales que casi siempre eran la natilla y los buñuelos
No es que todo tiempo pasado haya sido mejor, eso parece una falacia ad misericordiam, pero al parecer el ofrecimiento derivó en la exposición en las redes sociales de un evento que inicia con el baby shower, seguido del anuncio del sexo del bebé (véase #genderreveal) y que finaliza con el parto y el álbum de incontables fotos también en las redes; es decir, un hecho que era común, en parte privado y acaso sobrio, se convirtió en un hecho extra-ordinario; pero en vista de que “ahora vivimos en una crisis de sentido, (…) en un universo en el que el sentido se escapa” como dice Mélich, tal vez no es para menos. Ni qué decir de a dónde fue a parar la intención de compartir ciertos alimentos con los conocidos y allegados cuando las cámaras de los teléfonos celulares traen la función ‘comida’.
Solo queda por decir que el “ser es ser percibido” del obispo Berkeley derivó en ser es ser fotografiado, etiquetado, mencionado, likeado, funado, ubicado. Así pues, y por voluntad propia, incapaces de romper los paradigmas que heredamos retornamos a la caverna de Platón a contemplar una realidad hecha de apariencias en donde a lo sumo seremos capaces de parafrasear a Winston Smith repitiendo una y otra vez: ¡Amamos al Gran Hermano!
